Antigua Grecia, antigua yo.



Quizá los griegos necesitaran
un canon, una norma
para picar caderas en el mármol
que luego colocarían perfectamente
en algún templo.
Quizá para que las esculturas fueran perfectas
debían de medir siete cabezas
—siete cabezas y media, si apuramos. 

A lo mejor los griegos,
cincel en mano,
preferían desechar 
un bloque de mármol ya picado
solamente porque tenía la nariz 
ligeramente

ladeada.
Ya no es escultura 
merecedora de ninguna sala.

ii

No sé, creo que la pierna 
está algo rechoncha. 
Y picó y picó.
Vaya, me he quedado sin mármol. 
Vuelta a empezar. 

Pero yo no soy de mármol,
no soy objeto que se pueda reemplazar,
ni algo que con exigencias 
tenga que medir lo que alguien me diga
solamente para merecerme estar en pie,
respirando y caminando.
No soy obra de arte ni tampoco lo pretendo ser,
pero, ¿acaso no es un milagro
que después de auto-puñaladas de cincel
mi cuerpo siga aquí llevándome?

iii

Puede que los griegos,
puede que yo misma durante toda mi vida
e incansablemente a lo largo de seis años,
puede que las revistas,
quizá todos los números en los paquetes de galletas,
pantalones 
y básculas.
Puede que quieran que sea
lo que ellos ansían que sea,
pero solamente soy lo que la Tierra,
mi madre 
y yo 
queramos que sea. 

iv

No voy a hacer de mí una estatua
a medida,
solamente esto de largo
y esto de ancho. 
Quieta, sin vida,
confinada a una esquina.
Pura decoración. 

Voy a hacer de mí un templo.
Soy sagrada de ahora en adelante. 
No pienso dejar que ni yo misma 
ni nadie
me derrumbe. 

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