He de confesar que he renacido.
Está diluviando pero ya no me mojo.
Mis lagrimales ya son desierto
ahora que mi mente se ha abierto.
Estoy cosiendo de nuevo
mi garganta desgarrada
y construyendo
bloque
a
bloque
mi alma envenenada.
Ya no hay telón,
no hay actriz.
No hay máscara
ni muñeca de porcelana.
Hay ganas sedientas de vida,
de un trago dulce de risas
y un bocado de besos.
Los labios ya no me sangran
cada vez que articulo palabra,
y mi voz suena meliflua.
Las mañanas.
Dios mío,
las mañanas son lo mejor.
Sentir los poros de mi piel recibiendo
aire ansiado.
Un aliento de existencia querida.
Un día más en mi nueva vida.
Las heridas ya no escuecen,
sólo hay marcas de un pasado que desearía
olvidar
pero que no ignoraré.
Lo que no me mató me ha hecho nacer,
me ha hecho apreciar
que mi corazón late una vez más,
que soy bella sin enfermedad,
que la vida es efímera
y la tengo que
catar.
Y podré hundirme mil veces,
pero nunca más tropezaré con ese pedrusco.
Y que si recaigo
y beso el suelo,
me levantaré para poder besar al cielo de nuevo.
Que no me da vergüenza decir que hasta ahora no he vivido,
que he sido un cadáver consumido:
por números y cánones imposibles,
por droga-dicción de tristeza y autodestrucción.
He de confesar que he renacido.
Que ahora palpo con las yemas de mis dedos
el
santísimo
cielo.
Que vuelo.
Que río.
Que siento.
Que padezco y sufro,
pero que me recompongo.
Que soy melodía dulce,
y guitarra afinada.
Que soy arte y templo sagrado,
y que estoy aprendiendo a amar mis cimientos.
Y ahora no soy de arena destruible,
soy acero inoxidable:
a prueba de fuego, agua y aire.
Desamor, lágrimas y taquicardias.
He de confesar
que soy pájaro
recién salido del nido,
pero que ya sé volar.
Mis lagrimales ya son desierto
ahora que mi mente se ha abierto.
Estoy cosiendo de nuevo
mi garganta desgarrada
y construyendo
bloque
a
bloque
mi alma envenenada.
Ya no hay telón,
no hay actriz.
No hay máscara
ni muñeca de porcelana.
Hay ganas sedientas de vida,
de un trago dulce de risas
y un bocado de besos.
Los labios ya no me sangran
cada vez que articulo palabra,
y mi voz suena meliflua.
Las mañanas.
Dios mío,
las mañanas son lo mejor.
Sentir los poros de mi piel recibiendo
aire ansiado.
Un aliento de existencia querida.
Un día más en mi nueva vida.
Las heridas ya no escuecen,
sólo hay marcas de un pasado que desearía
olvidar
pero que no ignoraré.
Lo que no me mató me ha hecho nacer,
me ha hecho apreciar
que mi corazón late una vez más,
que soy bella sin enfermedad,
que la vida es efímera
y la tengo que
catar.
Y podré hundirme mil veces,
pero nunca más tropezaré con ese pedrusco.
Y que si recaigo
y beso el suelo,
me levantaré para poder besar al cielo de nuevo.
Que no me da vergüenza decir que hasta ahora no he vivido,
que he sido un cadáver consumido:
por números y cánones imposibles,
por droga-dicción de tristeza y autodestrucción.
He de confesar que he renacido.
Que ahora palpo con las yemas de mis dedos
el
santísimo
cielo.
Que vuelo.
Que río.
Que siento.
Que padezco y sufro,
pero que me recompongo.
Que soy melodía dulce,
y guitarra afinada.
Que soy arte y templo sagrado,
y que estoy aprendiendo a amar mis cimientos.
Y ahora no soy de arena destruible,
soy acero inoxidable:
a prueba de fuego, agua y aire.
Desamor, lágrimas y taquicardias.
He de confesar
que soy pájaro
recién salido del nido,
pero que ya sé volar.
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