Cerradura.

Se me acabó la pista en el momento
en el que se me endureció la piel
y ahora ni escarbando entre poros de recuerdos
consigo encontrar la llave que estoy buscando.

Y al mismo tiempo que se cerró una puerta,
se abrió otra,
con un viento huracanado que en vez
de reanimarme los pulmones
me exprime cada vez más.
Necesito esa llave para detener la ventisca.

Un error catastrófico el creer que todo iba a acabar
con solo chasquear los dedos;
miedo desencadenado y desenfrenado
que solo me calma el vicio
y arroparme en tu memoria.

Parece que Perséfone y su primavera no llegan
y yo ya estoy cansada de tantas lágrimas escarchadas,
de caminatas en pendiente —con llanuras, de milagro—
en las que no hago más que abrirme viejas heridas,
pies sangrantes,
senda infinita.

Y
             por
                       mucho
  viento                               que

                  haga
 siento                                que             el
                oxígeno                        me              falta.


Que no te engañen mis comisuras y mis pupilas,
que hace tiempo que el Diablo me ha marcado
la espalda, a fuego,
y parece que cada rima me abrasa los versos.
Sálvame.
O dame la llave.
Que necesito cerrarme en banda,
sellar la puerta
y despejar la incógnita de mi llanto,
que me llueve la cara,
y aviva mi ahogamiento. 

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