Égida.

He luchado y casi vencido,
he chillado y no me he arrepentido.
La cuesta cada vez está más empinada
pero yo no me rindo.
Huele a hogar cada vez
exhalo tu alma en tus brazos
metamorfoseados en palabras
ya que los corazones permanecen alejados,
aunque juntos.

Me siento fuerte y débil,
valiente y aterrada,
viva pero con las alas aún pegadas.

Oigo la salvación en la menor
retumbando en mis entrañas todavía dormidas.
Poco a poco me desvelo y salgo a tocar
una sinfonía que me pueda inyectar aire
que no cueste respirar.
Que me depure y cure las heridas aun abiertas
y que me acune como tú en las noches
en las que dormir se hace difícil.

Las golondrinas de Bécquer llaman a mi ventana
aunque estemos en otoño
y me prestan sus alitas para que se me haga
más amena la subida;
porque ahora son todo colinas
llenas de piedras que se me clavan en los zapatos
y me enlentecen el paso.

Pero ya no pienso vomitar excusas y llorar miedo
ni abrazarme a la negrura cuando la luz me deslumbre.
He forjado mi escudo a prueba de palos,
porque se que a la vida le gusta jodernos la existencia
de vez en cuando.

Y a pesar del vacío me llenas.
A pesar del dolor me sanas
y prometo sanarte cada herida que se te descosa.
Hagamos del vivir una obra maestra;
dos siempre han podido más que uno.

Respirar de vez en cuando araña,
pero tú y mi coraza —que quizá sean sinónimos—
hacéis el aire terciopelo.





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